domingo, 23 de octubre de 2011

Verdades espaciales

Primero fue una luz, un destello enceguecedor. Luego la forma recortó sus bordes curvos entre los reflejos dorados de la nube. Millones de ojos encandilados parpadeaban inexplicablemente coordinados, en tanto la mancha luminosa transformada en silueta bajaba de la nave levitando.
La supercomputadora emitió un mensaje de bienvenida, su sonido metálico omitió el tono de sumisión ante seres tan poderosos.
- ¿De donde venís hermanos del espacio? ¿Porque elegiste como destino nuestro planeta?
El ser permanecía inmutable, sin embargo, la respuesta reverberó al instante viajando por el espacio a velocidades que se creían vedadas al sonido.
- Abundan aquí el agua y los minerales, y hemos venido por ellos. Nos ampara la ley que rige a las galaxias, los planetas y las regiones, y es que todo lo que existe, sea inasible o material, pertenecerá siempre al más fuerte.
Pronto todo conocimiento les será irrelevante, pero están en su derecho de conocer nuestro origen. El lejano planeta del que venimos gira en torno de un solo sol, y es llamado en las primeras galaxias Magog o Megido, nosotros le llamamos: Tierra.












lunes, 19 de septiembre de 2011

redención






Me gusta observar a la gente, verla ir y venir gastando su tiempo en la insensata tarea de ocultar el leve peso de sus almas. Cada uno de ellos sabe como yo que nada vale la pena, que todo movimiento es un inútil intento de soslayar lo quieto, y que el cansancio revelará ahora o más tarde la insoportable verdad. Y como todo es tan ingrávido, tan sutil y tan liviano, me place ver que la vida es tan frugal, que perderla o tenerla da lo mismo. Así no tengo miedo, salvo ahora, después de mirar sus ojos verdes con nubecitas que por un instante me confunden. Es tan hermoso este descanso.

jueves, 9 de junio de 2011

La muerte y sus razones



Dos balas cruzaron el espacio a esa increíble velocidad a la que viajan las balas; una acertará en el blanco, la otra no. Los plomos son similares, cónicos, pequeños y opacos, y al final de la recta que dibujaron en el aire, dos hombres los esperan sin saberlo.
Ambos comparten el mismo nombre: Ignacio Navarras Ruiz  y también son parecidos; la tez aceitunada, el cabello crespo, llevan camisa de hilo azul, y el mismo crucifijo de plata, oscila en el aire mientras caminan.
Todas las similitudes contienen una historia, y esta no es la excepción. Comenzó en Madrid en 1948, cuando Ignacio tenía 23 años y era albañil. El hombre llevaba aquel día un libro de León Felipe oculto en su morral, a la salida de la obra, frente a sus compañeros,  la bolsa cayó al suelo. Ya no importa si lo empujaron o fue un descuido, el libro estaba ahí, tirado sobre el cemento, y los obreros  lo rodeaban, como mirando una pequeña ventana por la que se podía observar al propio infierno. En la tarde del día siguiente, al llegar a su casa, oyó el sonido grueso de un disparo, la bala al pasar a su lado,  le promete al hombre un nuevo encuentro.
Ignacio huye de España y se embarca a la Argentina. Trabaja y se enamora, y el avatar se va esfumando como los malos recuerdos, sin darnos cuenta.
Pasaron los años, tuvo dos hijas y tres nietos, el más pequeño, el único varón, fue bautizado en su honor con su mismo nombre.
Ignacio Navarras Ruiz es arquitecto, ha viajado a Barcelona y luego irá a Bilbao.  El hombre va caminando por la Rambla hacia la Plaza de Cataluña, cuando se cruza con algunas personas corriendo, parecen moros, luego pasan más, son inmigrantes e Ignacio piensa en su abuelo. Mira los edificios, fascinado se detiene frente a uno cuya cúpula es cobriza. Una mujer con una pancarta lo ha empujado, mira hacia delante y ve a otros hombres de tez más clara que avanzan y lo increpan.
La desmemoria del abuelo termina repentinamente; atormentado en Buenos Aires, recuerda  la promesa de una bala.
La  trayectoria ahora es perfecta, abstraído del tiempo, el plomo se impone ante la carne, sin moral, sin razón, y solo por su condición metálica la penetra, la desgarra y por último, la profana.

sábado, 5 de marzo de 2011

La foto perfecta


El hombre acomodó la cámara sobre el trípode, la luz era ideal. Fue girando el comando de la lente hasta poner en foco a los largos estambres que curvados buscaban la luz del sol. Seleccionó la apertura y la velocidad del diafragma, sabía que con esa relación los pétalos que los rodeaban saldrían esfumados.
El viento que era suave movió la flor, el hombre la volvió a enfocar, la foto sería perfecta. Mientras realizaba estas maniobras pensó en como llamarla, pero ninguno de los nombres le pareció adecuado. En posición expectante, muy cerca de la planta, su perfume lo comenzó a envolver. La visión de esa extraña estructura, de esa suma de tejidos y viscosidades lo conmovió. ¿Acaso esa pequeña figura, no explicaba en si misma la razón de la vida? Contuvo la respiración, el viento había calmado y la flor estaba quieta. Entonces, pensó en que nada trascendente había en la existencia, que solo se trataba de vivir, de dejar simplemente que la naturaleza nos llevase por la vida misma y nada más, no había nada más.
La epifanía fue súbitamente interrumpida por un fuerte dolor, un pinchazo en el cuello. Instintivamente lo golpeó con su mano, entonces el cuerpo de la avispa cayó sobre el pasto y el aguijón quebrado, quedó dentro de su piel. En ese instante, al tiempo en que sentía como lentamente se cerraba su garganta, recordó que había dejado el inhalador y los corticoides en la guantera del auto. Sonrió y apretó el botón del disparador. Mientras todo se nublaba, mientras la luz imprimía en la película la forma invertida de la flor, imaginó que alguien encontraría la cámara y dentro de ella esta foto perfecta. Recordó fugazmente un refrán sobre un árbol y un bosque, y le pareció que podría ser un buen título, luego las piernas le temblaron y se desplomó.
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Cuento enviado por intermedio de Pablo Garcinuño para acompañar una foto en la exposición fotográfica de GUSTAVO SERRANO en la Ciudad de Avila - España
Fotografía: "Flor" de Gustavo Serrano
http://www.flickr.com/ascomiceta

miércoles, 16 de febrero de 2011

Las guardas


Vanesa bajó de la camioneta algo molesta, le costó bastante estacionar la Eco Sport negra en un espacio demasiado pequeño. Para lograrlo había empujado al auto de adelante y al de atrás, maldiciendo a los imbéciles que no dejaron los vehículos suficientemente alejados entre si como para que la Eco pudiese entrar.
Estaba impecable con unos jeans Levis que estrenaba ese día, un suéter rojo de Kosiuko y una campera Columbia, que ahora solo usaba para ir a las obras.
Cáceres, el capataz, la recibió en la puerta del cerco de madera, y juntos entraron al edificio por el futuro gran Hall de Entrada, cruzándose con al menos 20 operarios que se preparaban para salir.
Ya había estado esa mañana en una visita rutinaria, pero ahora, a un maldito cliente se le había ocurrido cambiar las guardas de Carrara por un vulgar porcellanato y ella debía medir los tres baños principales para poder calcular el nuevo presupuesto.
Pasó por el espacio de doble altura donde habían comenzado a colocar los paños de mármol Verde Alpe. En ese mismo hall a la mañana había echado de la obra a Suárez.
El hombre que olía a una mezcla horrible de vino barato con Coca-Cola, le había dicho algo por lo bajo.
– En esta obra no se bebe borracho asqueroso- dijo y llamó al capataz al que le ordenó que “lo echaran hoy mismo”.
A Vanesa le encantaba ejercer el poder, le resultaba excitante mandar a estos hombres rústicos, que en su presencia parecían caniches

-¿La acompaño arquitecta?- preguntó Cáceres.
- No gracias, voy a estar tomando medidas un rato y después me voy-
Estaba apurada, era invierno y comenzaba a oscurecer.
Subió los dos pisos por la escalera y mientras lo hacía, le agradó la sensación de fortaleza en sus piernas, los cinco días de gimnasio por semana la tonificaban, seguramente era el escalador.
Entró al departamento, había hablado por celular con Cáceres antes de ir a la obra para pedirle que dejara dos lámparas portátiles en esa unidad, ella tenía un Iphone de 32 GB y recordó que el capataz tenía un Motorola V3 un muy buen aparato, que ella ya había tenido hace unos años en versión “black”.

Vanesa se jactaba de ser previsora y como de costumbre no se había equivocado, eran las seis de la tarde y desde afuera ya no entraba luz.
Puso unas hojas de diario sobre unos tablones y sobre ellas apoyó la Mac, luego se sacudió la campera algo empolvada y comenzó a medir.
Iluminó uno de los baños y mientras medía sintió que alguien la observaba.
Instintivamente giró y miró hacia la puerta pero no había nadie, tan solo la tenue luz que salía del baño hacia el oscuro pasillo.
-Si llega a ser un obrero que me espía, lo agarro a patadas y lo mando al hospital- pensó, y evocó los golpes aprendidos en el kick boxing que hacía los martes, en clases que por cierto comenzaban demasiado tarde a las siete y media de la mañana.
Anotaba prolijamente las medidas, cuando escuchó el sonido de unos pasos. No podía equivocarse Villanueva es una calle muy silenciosa y quien caminaba no denotaban ninguna intención de ocultarse.
Dejó el lápiz Caran D`Ache sobre el cuaderno y se dio vuelta.
Entonces, iluminado por la luz tangencial que se filtraba de la lámpara lo vio a Suárez, parado en la puerta, mirándola.
-¿Qué hace aquí?, ¿acaso no le dije que se fuera de la obra?- Gritó, con un tono entre soberbio y desafiante.
Suárez continuó estático frente a ella y el olor a vino de cajita otra vez mortificó su olfato.
-¿Qué hace ahí parado?, ¡retírese de una vez!
El hombre era moreno, lucía fuerte aunque no era alto, tenía puestos unos jeans y una polera negra, el pelo mojado denotaba que recién se había bañado.
Suárez caminó hacia Vanesa con paso lento, cuando estaba a unos dos metros comenzó a sacarse el cinturón.
-Perra- dijo- ¡Ahora vos vas a saber lo que es la disciplina!
Van lo dejó avanzar, desabrochó su campera y se puso en posición kiotari-sogui, pierna izquierda adelante con rodilla flexionada, pierna derecha atrás, brazo izquierdo extendido, brazo derecho doblado y retraído.
La posición anunciaba dos golpes de puño y una patada de empeine.
Suárez sonrió y comenzó a avanzar hacia ella.
-¿Me va a pegar che arquitecta?- Preguntó y se rió.
- ¡No, te voy a matar imbécil!-
Entonces disparó los dos golpes de puño. Suárez parecía una bolsa de arena colgada del techo. El primer golpe se perdió en el aire y el segundo pegó de lleno en sus costillas, Van sintió como sus nudillos se rompían contra esa pared de músculos y huesos, disparó inmediatamente la patada que Suárez detuvo en el aire.
Quedó entonces detenida con las piernas en ángulo recto, mientras Suárez le sostenía el pié.
Trató de zafarse y solo lo hizo cuando él lo permitió.
Vanesa escapó asustada hacia el balcón, sabía que este se comunicaba con el departamento contiguo, el de dos dormitorios, si atravesaba su living llegaría al pasillo salvador.
Corrió a oscuras a través del departamento y cuando llegó al pasillo trató de frenarse para buscar la escalera, pero la inercia le hizo atravesar las frágiles cintas de seguridad, que marcaban el hueco del ascensor y cayó por él.
Un montículo de arena acopiada amortiguó el golpe que de todos modos fue muy fuerte.
Apenas podía caminar.

Estaba en el gran hall de doble altura, por sobre el cerco de madera que cubría la futura puerta principal, se veía brillar al farol de la calle, dentro de un círculo de niebla, oscilando con el viento.
Estaba mareada, pero quería recobrar fuerzas para cruzar el hall; al menos quince metros la separaban de la puerta.
Repentinamente vió como bajaba por la escalera una luz, que como un liquido gris se iba derramando por los escalones. Dió dos pasos hacia atrás y se ocultó en un pequeño rectángulo, en el que en el futuro se iba a colocar una escultura.
Vanesa sintió su ropa mojada y al apoyarse contra la pared un escalofrío le recorrió el cuerpo. Trato de desplazarse en silencio, pero golpeó con el pie un balde, que retumbó como un tambor.
Se retrajo, la luz seguía acercándose. Bajó su mano derecha para apoyarse mejor en la pared, entonces palpó lo que sin duda era el mango de una herramienta., la alzó y por el peso supo que era una pala.
Súbitamente la penumbra se llenó de una claridad que encandilaba. Aferró fuertemente la pala y la levantó. Desde el hueco vio como la linterna pasaba delante de ella, entonces con todas sus fuerzas golpeó de lleno al hombre que se desplomó pesadamente delante de sus pies.
La linterna cayó un segundo después al piso, el haz de luz giró hasta que se detuvo contra el cuerpo del hombre caído.
Van se acercó con la pala dispuesta a golpearlo nuevamente, pero era innecesario, el cuerpo ya no se movía.
-¡Fue un buen golpe!- pensó -me atacaron y me defendí.
Se agacho y tomó la linterna. Iluminó el cuerpo tieso y subió la luz hacia la cara. La pala lo había golpeado en la frente, su rostro estaba totalmente ensangrentado.
Mientras lo miraba Vanesa sostenía aún la pala amenazante.

- ¡Lo mataste che arquitecta!.-
La voz de Suárez la sobresaltó, soltó la linterna, giró hacia el y mantuvo en alto la pala
-Le rompiste la cabeza.-
Suárez estaba ahora junto al cuerpo, había tomado la linterna del piso e iluminaba el rostro del muerto.
Van miró fijamente esa masa, mezcla de carne desgarrada y sangre. La miró unos segundos y luego miró a Suárez.
-Es Cáceres- dijo- y su voz salió finito, apenas audible.
-¡Si, Cáceres!, ¡y vos vas a ir a la cárcel arquitecta!-.
La palabra cárcel, la heló. Le sonaba a aislamiento, a castigo, un lugar sucio y húmedo donde ella no sería Vanesa, un lugar donde no sería nada.
-¡No!- dijo- creí que eras vos Suárez, vos me querías matar.-
- Nadie te va a creer arquitecta, te caíste por el hueco del ascensor o te tiraste, luego mataste al capataz, yo soy el testigo.
- Pero vos me querías matar a mí.
- Te equivocaste arquitecta, y ahora llamamos a la policía.
-¡No! Imploró Vanesa
Suárez oía la voz temblorosa de su jefa y se deleitaba al sentir a esa mujer que le parecía soberbia y despreciable, llorando y suplicando tal vez por primera vez. Ella le dijo cosas que el no entendió, también le habló de piedad, de misericordia, de Dios, pero cuando mencionó la palabra dólares, captó toda su atención.
-En la camioneta tengo doce mil dólares, y son para vos si me ayudas –
Los tenía guardado en uno de los tantos compartimentos que trae la Eco, los llevaba para hacer un pago, sabía que no había lugar más seguro para guardar dinero que dentro de un auto.
Suárez no dudó –Lo enterramos en el jardín- dijo- o lo cortamos en pedazos y me lo llevo a casa para dárselo de comer a los chanchos.
Ahora Vanesa estaba calmada, sabía que nuevamente manejaba la situación. Había cometido un error, uno grande, pero entonces también sería grande la solución.
Pensó en que sacar el cadáver sería muy riesgoso y enterrarlo en el jardín una obviedad, había que esconderlo ahí, en la obra, en un lugar donde jamás se lo pudiese descubrir.
¿Pero como explicar la ausencia de Cáceres?, él no tenía ninguna razón para desaparecer.
Vanesa recorrió mentalmente todo el edificio.
Entonces miró a Suárez y le ordenó: -Lo enterramos en el patio lateral. Si sacas las losetas que colocaron ayer y cavás un pozo profundo, lo tiramos ahí, Luego apisonás bien la tierra, haces arriba un contrapiso para que no ceda y volvés a colocar las losetas-
El plan parecía perfecto aquella era una de las pocas áreas por donde no pasaban cañerías de ningún tipo, jamás habría que hacer nada ahí. Por otro lado Vanesa denunciaría la falta del dinero de la caja chica de la obra, lo que explicaría la desaparición de Cáceres
Suárez estaba tan entusiasmado que tardó unos segundos en responder, la idea le parecía brillante.
-Está bien arquitecta si es lo que usted manda, pero quiero ver los verdes-.
-Muy bien- , respondió Vanesa, -pero comience a trabajar, que además hay que limpiar este lugar que es un asco. Yo voy hasta la camioneta-.
A Vanesa le parecía justo, era una transacción comercial y debía cumplir su parte.
Fue hasta el vehículo y volvió, le dolía todo el cuerpo y quería bañarse, pero debía supervisar ésta, la más importante de sus obras.
Por momentos se dormía, pero rápidamente se incorporaba y observaba a Suárez que trabajaba casi en silencio. No hubo complicaciones con el cuerpo y afortunadamente todos los materiales necesarios estaban en la obra.
A las cuatro de la mañana el trabajo estaba terminado, el patio había quedado perfecto, y el piso y la pala habían sido lavados con detergente y lavandina.
-Muy bien Suárez, aquí tiene su dinero, ahora desparezca, no lo quiero volver a ver jamás-
Suárez se fue sonriendo, era el día más feliz de su vida.

A las cinco Vanesa estaba en su casa, se bañó y pudo ver los moretones que tenía por todo el cuerpo. Luego fue a su cuarto se perfumó con Eternity de Calvin Klein, se dejó caer sobre la cama y envuelta en la bata se quedó dormida.

Al día siguiente llegó a la obra a las diez. Estaba tranquila, sabía que podía actuar y que sería convincente.
Entró en el edificio y percibió un clima extraño entre los obreros, Ramírez el segundo capataz se le acercó apenas la vio entrar.
-Buen día arquitecta, tengo que decirle que Cáceres no vino a trabajar.
-Bueno- dijo ella, -se habrá enfermado, después de todo es humano-.
-Lo que pasa arquitecta es que lo estuve llamando y mire…
El hombre tomó su celular y llamó a Cáceres.
-Escuche arquitecta…
Un sonido, una melodía llegaba desde el patio lateral, se fueron acercando, era el tema “la cucaracha” en ringtone.
-Escuche arquitecta a Cáceres le suena el teléfono abajo del patio.
Vanesa no respondió, su mente se perdía con las notas de “la cucaracha”, que no dejaba de sonar.
-Arquitecta, como usted no respondía, llamamos a la policía, ya están viniendo.
Vanesa se quedó mirando las losetas. Pensaba -El V3 es un muy buen aparato-.

martes, 4 de enero de 2011

MONOLOGO

Fotografía: "emergiendo" - Julio Genissel
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¿Pues quién podrá soportar los azotes y las burlas del mundo,
la injusticia del tirano, la afrenta del soberbio, la angustia del amor despreciado, la espera del juicio, la arrogancia del poderoso,….
W. Shakespeare – Hamlet - acto III – escena I


Llego a la maldita oficina cada día con la esperanza de no verla, de no sentir su presencia marcial, ni ese aliento que humedece mi nuca cuando se para detrás de mi espalda, acercando su cabeza, sin hablarme, observando los números que afinadamente voy encolumnando en el debe y el haber.

Siempre es igual, el acecho y el sometimiento, una lacónica monotonía, que me recuerda con un retumbe de tambores en mis sesos mi irremediable mediocridad.
Entonces quiero gritarle o escupirle el maquillaje perfecto, y sin embargo el grito se ahoga en mi boca, mi saliva se resiste a cruzar el aire, solo me humedece la garganta; luego paso la mano por la comisura de mis labios, me doblo sobre la hoja del libro de caja y vuelvo a sumar.

La rutina, la rutina, la rutina, que me adormece, que me anestesia, que me consume.
¿Cuál es la razón para soportar todo esto? ¿Por que padecer voluntariamente este tormento? Si tan solo mi lucidez pudiera apagarse y ya no sentir las injusticias, los abusos y los atropellos.
¿Debo decir la palabra correcta o la palabra necesaria? ¿Debo cesar acaso de ver y en cambio desviar la mirada?

No puedo evitar observarla ahora, su cuerpo abundante enfundado en un ridículo vestido negro. Como quisiera poder sentir igual que ella, alejándome del peso de las miradas. Tener esa capacidad estética atrofiada que sin duda me ayudaría a ser feliz, y no sentir además el oprobio de la vejez, ni la soberbia de los poderosos, ni la lentitud de la justicia, ni la carencia irremediable del amor.

Acaso es la paciencia la cárcel de la acción, o tal vez la cobardía la que vuelve innecesarios los centinelas para convertirme a mi mismo en mi propio carcelero.

Ya no soporto mis pensamientos, matarla, matarme, ¿es esa la cuestión? ¿Será tan sencilla la resolución de esta angustia?
¿Es que es todo tan simple, que tan solo se trata de matar o morir, de someterse o someter? O será el destino, esta infortunada paciencia, que me hará vivir por siempre, pensando en el sueño de ser y soportando al mismo tiempo, el espanto de no ser nada.