jueves, 9 de junio de 2011

La muerte y sus razones



Dos balas cruzaron el espacio a esa increíble velocidad a la que viajan las balas; una acertará en el blanco, la otra no. Los plomos son similares, cónicos, pequeños y opacos, y al final de la recta que dibujaron en el aire, dos hombres los esperan sin saberlo.
Ambos comparten el mismo nombre: Ignacio Navarras Ruiz  y también son parecidos; la tez aceitunada, el cabello crespo, llevan camisa de hilo azul, y el mismo crucifijo de plata, oscila en el aire mientras caminan.
Todas las similitudes contienen una historia, y esta no es la excepción. Comenzó en Madrid en 1948, cuando Ignacio tenía 23 años y era albañil. El hombre llevaba aquel día un libro de León Felipe oculto en su morral, a la salida de la obra, frente a sus compañeros,  la bolsa cayó al suelo. Ya no importa si lo empujaron o fue un descuido, el libro estaba ahí, tirado sobre el cemento, y los obreros  lo rodeaban, como mirando una pequeña ventana por la que se podía observar al propio infierno. En la tarde del día siguiente, al llegar a su casa, oyó el sonido grueso de un disparo, la bala al pasar a su lado,  le promete al hombre un nuevo encuentro.
Ignacio huye de España y se embarca a la Argentina. Trabaja y se enamora, y el avatar se va esfumando como los malos recuerdos, sin darnos cuenta.
Pasaron los años, tuvo dos hijas y tres nietos, el más pequeño, el único varón, fue bautizado en su honor con su mismo nombre.
Ignacio Navarras Ruiz es arquitecto, ha viajado a Barcelona y luego irá a Bilbao.  El hombre va caminando por la Rambla hacia la Plaza de Cataluña, cuando se cruza con algunas personas corriendo, parecen moros, luego pasan más, son inmigrantes e Ignacio piensa en su abuelo. Mira los edificios, fascinado se detiene frente a uno cuya cúpula es cobriza. Una mujer con una pancarta lo ha empujado, mira hacia delante y ve a otros hombres de tez más clara que avanzan y lo increpan.
La desmemoria del abuelo termina repentinamente; atormentado en Buenos Aires, recuerda  la promesa de una bala.
La  trayectoria ahora es perfecta, abstraído del tiempo, el plomo se impone ante la carne, sin moral, sin razón, y solo por su condición metálica la penetra, la desgarra y por último, la profana.